Los colores apagados de Pedro Almodóvar

Por Gustavo Ambrosio

Los recuerdos se rigen por cápsulas de tiempo que llegan a nuestra mente como fotogramas de cine. Escenas incompletas, quizá algunas solo evocadas por alguna canción, una palabra, un dolor o un color. Y muchas veces esos recuerdos son pendientes.

Pedro Almodóvar llegó a mí con Hable con ella. Un despliegue dramático y de técnica que muestra la genialidad del español, pero, sobre todo, lo que más impacto me causó era ese estilo visual que después fui descubriendo con su filmografía. La intensidad de la cromática roja, amarilla, el azul, el rosa, el morado, el anaranjado. Vitalidad emocional como lo reverberante de su melodrama y lo ácido de su comedia.

Esos colores veraniegos, como las hojas de los árboles, empezaron a cambiar en el otoño de su vida. De hecho, desde Los abrazos rotos. Después, vimos un intento de resistencia a ese abismo llamado vejez con una desafortunada forma de repetirse en Los amantes pasajeros o una experimentación bobalicona en La piel que habito.

Pero, finalmente, llegaron Julieta y Dolor y gloria. Esta última quizá una obra sumamente madura pero repleta de un síntoma emocional del director que se transmite no precisamente en vías de conmover o atrapar. De hecho, no creo que sea una película cien por ciento para un público. Una escena en la película nos deja entrever eso. Es un trabajo para saldar cuentas del pasado de un hombre que recurre a esa “adicción” que significó el cine, para irse en paz en el momento en que así lo requiera.

Sin duda, el humor de Almodóvar encuentra aquí una sutileza y elegancia que da muestras de su poder como escritor. Siendo autobiográfica, el poder de los diálogos en cuanto a su comicidad revela la pureza de ese género, la causa de la risa para evitar una solemnidad exagerada y telenovelesca, o quizá para acentuarla y hacernos reír.

De este recorrido por su vida podemos destacar un interesante relato excesivamente velado y provocativo como la escena de estupro con su “primer deseo”. Ese pudor permea todo el metraje.

¿Por qué? Quizá la respuesta la tenga el personaje de la madre que pide no ser representada; tal vez el personaje del actor que le reclama olvidarse de sus años arrojados en los 80. Tal vez, no lo necesitaba.

El punto es que la posición de Salvador Mallo (Antonio Banderas) en la historia es de un famoso director de cine con un hartazgo colosal por la vida. Un personaje bien construido, pero que carece totalmente de rasgo empático, salvo su humor y sus ególatras formas de redimirse.

A diferencia de otras películas donde vemos sus alter egos, hombres y mujeres, hay una madurez seca en este personaje que no nos permite emocionarnos de otra manera que no sea con una lástima no exenta de ironía.

Una vez más, dentro de las intenciones del creador, insisto que la escena del homenaje fallido es la clave de la obra, pues este “texto triste” que llevó a la pantalla escoge los puntos explicativos y de mecanismo dramático cuidadosamente para hacer una obra redonda, pero para sí mismo.

Si acaso, las escenas dedicadas a la madre y el reencuentro amoroso tienen esa soltura del pasado, con un acento grave, exageradamente adulto y que nos hace sonreír porque sabemos que hay grandeza en ese director.

Algo de notar, sobre todo, es un cambio casi excesivo en su paleta de colores. Si bien mantiene homenajes cromáticos a su carrera, la plástica misma, hay algo que me remonta a ¿Qué hice yo para merecer esto? Y aún más allá. Los colores están apagados, hay incluso grises, negros, una tristeza infinita en ellos.

Almodóvar es hoy como esos tonos, un ser apagado, pero con fuerza, tal como Salvador decidiendo su propia supervivencia al extirpar todos los resentimientos y culpas que no lo dejan respirar.

PD. El homenaje que hace a Eusebio Poncela y Carmen Maura en un personaje atormentado del actor enemistado con el director es quizá lo más climático y precioso de la película.

Síguenos en @EscribeCine